El neoliberalismo sólo puede lograr la aceptación social colonizando la subjetividad a través de la propaganda. El poder ataca con su artillería económico-mediática-judicial y está ganando la batalla cultural al lograr la imposición de significados.
Por: Nora Merlín (Psicóloga)
Lograr el apoyo de la sociedad civil resulta decisivo para una fuerza política que pretende imponerse por la vía electoral o el golpe de estado. En este sentido, la propaganda constituye una herramienta fundamental para formatear la opinión pública y conseguir consensos. El nazismo rápidamente comprendió esto y generó una estrategia comunicacional exitosa como ningún movimiento político había conseguido, pudiendo afirmarse que “hizo escuela”.
Observamos que el actual gobierno de Cambiemos, con precedentes en la “revolución libertadora” y el golpe de estado del 76, utiliza la misma estructura de propaganda empleada por la Alemania nazi (no estamos homologando democracia con golpe de Estado ni los proyectos políticos respectivos). Haciendo foco en la matriz comunicacional y propagandística, encontramos el despliegue de una misma lógica: la instalación de un enemigo interno con un odio radical hacia él, enmascarado por un nacionalismo o republicanismo supremos que constituyen más una moral que una política.
El psicoanálisis define como “formación reactiva” el mecanismo que transforma odio en rasgo de carácter sustentado en un opuesto, que es enfatizado y aceptado por el yo y la sociedad. La instalación del odio sobre este enemigo interno se cumple sobre prójimos demonizados que toman el papel “chivos expiatorios”, articulándose a una retórica moralista exacerbada, republicana y nacionalista, que luchará contra “el mal” que amenaza lo social. La consolidación del odio conduce al miedo social, a la ruptura de los vínculos, desembocando en el racismo y la xenofobia: la persecución, represión, desaparición o muerte de los “enemigos de la Patria” estarán justificadas.
El libro de propaganda más notable es “Mein Kampf” (Mi lucha), en el que Hitler despliega sus creencias y su amor al pueblo alemán. Está fuertemente influenciado por el libro de Gustave Le Bon, “La muchedumbre: un estudio de la mente popular”, en el que afirma que la propaganda es una técnica adecuada para controlar el comportamiento irracional de las muchedumbres. Los individuos se “contagian” del comportamiento de los demás y lo repiten sin cuestionamientos.
La propaganda nazi consistió en fomentar odio y fabricar una comunidad asustada, mediante la técnica de la creación de los judíos como el enemigo interno, el “chivo expiatorio”, obteniendo dos ventajas: por una parte lograr cohesión social por el camino de la hostilidad hacia un elemento segregado, y por otra distraer la opinión pública de cuestiones acuciantes.
Ese odio radical alimentado cotidianamente por la propaganda se articuló con el ideal de la “higiene racial”, la necesidad de crear “verdaderos arios y sacar de circulación a aquellos “defectuosos”. Un argumento fascista expresado como ideal moralista: toda “imperfección” constituye una amenaza para la pureza del pueblo alemán, una racionalización cuya función es encubrir el odio racista.
El odio se concentró frente al judío, al que se denigraba de manera injuriosa: eran los débiles y corruptos, parlamentarios cómplices de los humillantes tratados de paz, los proletarios agitadores, los financistas avaros y los grandes industriales que exprimían al pueblo alemán; un enemigo peligroso consumido por el dinero que contamina a la nación por su maldad, resultando imperioso erradicarlos. Adolf Hitler y los nazis hicieron responsables a la “judería internacional” del desencadenamiento de la guerra, la derrota alemana y la crisis económica; paradójicamente las víctimas de la “solución final” eran los criminales de la humanidad.
En toda Alemania se veían carteles, películas, historietas y folletos con caricaturas antisemitas y racistas: imágenes que representaban a los judíos con dientes torcidos, uñas de animales, con saliva cayendo de los labios y miradas codiciosas.
El 16 de septiembre de 1955 se produjo en la Argentina la autodenominada Revolución Libertadora, una dictadura cívico-militar que gobernó tras haber derrocado al presidente constitucional Juan Domingo Perón. En nombre de los ideales republicanos de traer tranquilidad, orden y libertad a la Nación, decretaron la disolución del partido peronista, de su ideología y simbología.
El grupo golpista arengó un irracional odio a Perón, Evita y el peronismo, y decretó prohibir pronunciar esos nombres y todo rastro o huella peronista porque las consideraban “malas palabras”. Decían de Perón: “dictador, lo que se afanó, tirano, demagogo, milico facho, admirador de Mussolini, abusador sexual de la jóvenes de UES”, etc. De Eva expresaban “Viva el cáncer, puta” y del peronismo, “nazis, fascistas, falangistas, aluvión zoológico, bárbaros”, etc.
Con matriz semejante, los militares del golpe de Estado del 76, en complicidad con sectores de la sociedad civil, desplegaron una estrategia propagandística que permitió imponer el terror con el argumento moralista de restaurar el orden quebrado, la paz, los principios éticos, la familia y el ser nacional. Para conseguir la aceptación social de la represión, la Junta Militar manipuló la opinión pública a través de la propaganda alimentando el odio contra los enemigos internos que había que hacer desaparecer: “subversivos, marxistas, violentos, la militancia, los terroristas” etc. Esgrimiendo el ideal de servir a la patria, cumplir con el deber de reorganizar a la sociedad de manera derecha y humana, reinstalar valores occidentales y cristianos, asumió una función “normalizadora”.
Una retórica moralista que nada tenía de republicana era la excusa para legitimar socialmente la represión, el autoritarismo y desplegar el odio social contra el “enemigo” interno.
El gobierno de Cambiemos consiguió ser elegido democráticamente fundamentalmente gracias a su excelente estrategia propagandística, que siguió los principios de la escuela alemana: creación del enemigo interno y odio articulado a un principio moral “republicano”. Los significantes “corrupción” y “pesada herencia”, la instalación de un deseo de cambio a favor de la República y la honestidad, la cohesión de sus adherentes a través de la instalación del odio frente al nuevo enemigo interno: el kirchnerismo y sus derivados, los militantes, Milagro Sala, los ñoquis, los vagos, los manteros, los choriplaneros, los mapuches, etc.
Los agitadores del odio, los medios de comunicación concentrados, acusan como si fuesen jueces a los “culpables” y alimentan con su monserga el consenso “republicano” en contra de los que “se robaron todo”... ¿quién puede estar a favor de los ladrones?
Estimulan un sadismo extremo que justifica la represión, la venganza, la violencia en sus diferentes manifestaciones: hay gente que aplaude los despidos de trabajadores, la persecución a militantes y pide mano dura. Se alimenta el racismo, la xenofobia, el machismo, la agresividad, la injuria, con racionalizaciones que toman la forma de normas necesarias para la civilización. Estas expresiones adquieren un estatuto antipolítico, ya que al estar fundadas en el odio atentan contra la formación de comunidad.
Por acción de los medios de comunicación concentrados, el espacio público en la Argentina pasó a ser un escenario regido por la agresión, justificada en una retórica moralista que concibe a la república como un sistema de instituciones, leyes y costumbres que suprimen el “exceso”, el “caos” de la política. Promueven así el ideal de una “democracia buena”, que controle y discipline al pueblo considerado como una turba violenta, mientras que el populismo es identificado con un totalitarismo corrupto, opuesto a la democracia.
El neoliberalismo sólo puede lograr la aceptación social colonizando la subjetividad a través de la propaganda. El poder ataca con su artillería económico-mediática-judicial y está ganando la batalla cultural al lograr la imposición de significados. El odio encubierto por un republicanismo hipócrita que de manera invisible rechaza la política, promueve la violencia y desprecia al pueblo. Esa actitud transforma la democracia, que debe ser el gobierno del pueblo, en una ceocracia moralista constituida por almas bellas que vienen a “hacer el bien”, actuando con un molde conocido de sometimiento a los poderes corporativos.
La democracia implica la puesta en juego de la palabra libre y plural en virtud de la que los hombres hacen el mundo común.
La política no devalúa el disenso, no convierte al adversario en enemigo sino que le otorga dignidad. Cuando el conflicto de intereses se transforma en un problema moral entre dos bandos divididos en buenos y malos, corruptos y decentes, violentos y pacíficos, populistas y republicanos, la política desaparece y la democracia se degrada a una versión moralista y autoritaria, con el riesgo de desaparecer. La “solución” moral conforma una sutura inadecuada frente a los problemas que plantea la vida en común, que en vez de pacificar las relaciones sociales incrementa la hostilidad.
Hanna Arendt con su concepto de banalidad del mal posibilitó interpretar que Eichmann, responsable directo de la solución final en Polonia, se convirtió en genocida sin sentimiento de culpa. No era un sádico, ni un perverso, ni siquiera un antisemita, sino una persona “normal” que se limitó a cumplir órdenes y expresó que lo volvería a hacer si fuera necesario.
¿Por qué no registraba su acción como un acto malo? Porque en esa época el crimen era la norma.
Si el odio y la satisfacción en la venganza hacia el adversario político es la regla naturalizada en la cultura, si se justifica el odio y se envuelve con ideales morales, ¿por qué una persona se cuestionará su accionar, su conducta, su desprecio por la vida de los demás, que en definitiva redunda en un desprecio por la propia? ¿Por qué abandonará su miserable banalidad del mal?
Una subjetividad colonizada por los imperativos invisibles del aparato mediático ni siquiera es capaz de hacerse responsable de que cumple órdenes.