Si abandonamos la casualidad, el
enjambre de palabras dispuestas para ser interpretadas como un enigma en sí
mismas y no en función de una idea primordial, si nos salimos de la cáscara
para dejar de jugar el juego del oportunismo decadente, entregamos el
estandarte de la aventura literaria y posamos nuestro pies sobre la tierra
firme que siempre termina por temblar y devorarnos, habremos comprendido que
una cosa es contar lo que sucede y otra muy diferente es traducir los
espejismos que nos muestra nuestra mente para entretenernos, o para ponernos a
salvo de cualquier golpe de realidad que se parezca a todo aquello que tememos
tanto.
A aquello que está allí esperando
por nosotros para que le otorguemos las palabras que necesita para respirar
podremos llamarlo realidad, cosas que pasan, hechos, noticias.
Pero tenemos que ser capaces de
transformar nuestro impulso mecánico por contar, sin parpadeos, sin esquinas,
sin brújulas; en una pincelada artesanal que señale la diferencia entre mirar y
observar y que abra una ventana de par en par frente a los ojos de todos los
que tengan ganas de saber lo que sucede.
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